MILAGROS

 

Remedios anda sola.

Es una mujer pequeña, de mirada esquiva, de boca pequeña y voz inverosímil que recorre las calles y a veces habla sola, y así le conocemos la voz y decimos que es inverosímil.

Si fuese algo mayor sería como esas mujeres que se sientan en los bancos con grandes bolsos llenos de bolsas de plástico vacías, pero la vida aún no le ha dado tanto como para acumular estos recuerdos de la nada.

A diario sus piernas diminutas la arrojan a la noche y camina sin rumbo. Remedios pinta sus ojos, los rodea de un borde negro, y es como si sobre ellos escribiese: estos son mis ojos.

Vive con su madre, una viejecita con un lunar en la barbilla con tres pelos, y con un perro salchicha. Cuando la vieja se para en una esquina el perrito se le sube encima y se restriega contra sus piernas. Entonces ella le arrea una patada y grita "fuera Salchi", y el perrito se estrella contra la pared o contra un coche.

Con el tiempo, la madre de Reme ha conseguido controlar sus impulsos más primarios, y antes de la patada mira a un lado y a otro. Así evita ver a Salchi convertido en estola pura y viva de alguna de sus vecinas. En estos casos los perros salchicha esbozan una tierna sonrisa, pero ello no evita el disgusto, y por eso mira a un lado y a otro.

Adoptaron a Salchi en evocación del padre de Reme, pues éste, en las épocas de escasez limitaba su alimentación al consumo de puré de patatas con salchichas, una dieta austera que había hecho retornar a su rostro esa inocente expresión propia de la infancia. Era como si esta comida pueril hubiese producido en él los efectos de una vigorosa pócima rejuvenecedora.

Y así, de tanto viajar hacia la infancia, y sin una causa aparente, más que la del puro acontecer de las cosas, un día no consiguió encontrar el camino de vuelta y acabó en el vientre oscuro y cálido de la tierra.

Un tiempo después apareció el perrito en la puerta de casa, y habiendo reconocido en él la mirada del padre fallecido, supieron interpretar el mensaje del destino, y lo adoptaron.

Remedios es pelirroja. Sus cabellos son como un incendio nocturno, pero ningún hombre le ha dicho aún aquello de que le gustaría perderse una noche entre sus llamas, como esos insectos salvajes e insensatos que se arrojan a las hogueras del verano.

A veces ella se acerca a un desconocido y le pide un cigarrillo. Su madre dice: Reme, cuántas veces te lo tengo que decir... Perdónela, son las medicinas que le hacen decir esas cosas. Pero ella es feliz porque no se entera de nada la pobre.

Reme cuantas veces te lo tengo que decir. Pero mírela, que es como una niña, un angelito de Dios, y a sus años…

Remedios anda sola, y últimamente se pasa por la taberna "Dolores", que es como la conocida y castiza taberna madrileña, aunque le faltan el artículo "La", y los canapés de delicatessen.

Por eso se queda en el rudo abismo de esas siete letras malditas, y en vez de evocar a una morena racial, sólo nos trae a la imaginación los escenarios del sufrimiento.

No obstante es una de las escalas y puntos de amarre de los más impenitentes borrachitos del barrio, que con seriedad granítica e imperturbable recorren las tascas a media tarde.

Allí se dan cita los filósofos del siglo XX madrileño. Allí los socráticos y epicúreos, pero sobre todo, los órficos.

Muchos son como aquellos amigos cubanos que en el Malecón de La Habana, con los ojos puestos en el horizonte repiten cada tanto "no es fácil", "no es fácil", con la cadencia de las olas.

Pero como los clientes más que nada son castellanos no ceden a tanto exceso verbal; y así, es fácil oír a lo sumo "lloverá", y al cabo de un rato sentir a cinco metros la voz de otro parroquiano que dice "Quizá no".

Y a todo esto, ni el mismo buen Dios se atreve a terciar en estas polémicas, pues a sus años, y con su infinita sabiduría, ha dejado de creer hace tiempo en las frivolidades de la ciencia meteorológica. No osa entonces lanzar rayos y granizo, como un Júpiter pagano y colérico para zanjar estas discusiones.

Se deja oír entonces el más puro silencio en las tardes de agosto, esas tardes de ventilador, de aspas y desesperación, en las que las moscas de Madrid se dan cita en estos lugares de umbría y de silencio, al regusto del olor dulzón del moscatel, que es como un recuerdo apaciguado del sol.

Desde hace unas semanas se pasan por la tasca unas cuadrillas de peones de la construcción, que paran en una pensión próxima, y acampan allí como a la orilla de un arroyo. Muchos son de Tomelloso, de La Puebla de Montalbán, de otros rincones de esas tierras secas y extendidas que provocan en los hombres algo así como un ensanchamiento del corazón.

Llegan a media tarde, las voces altas, las zapatillas polvorientas, con las manos grandes y la sonrisa de asombro, como niños demasiado crecidos que ven los toros y se asoman a la calle cuando pasa una chavala. Sobre todo si trata de Belén.

Remedios anda sola, y no podía haber imaginado que aquello que había oído alguna vez en un bolero de que el amor duele de veras fuese tan simplemente verdad, y no una imagen para adornar la música.

Pero no, antes de eso fue Remedios, aquélla tarde en que apareció con los labios demasiado pintados y la falda algo más corta que de costumbre. Miraba a Manolo fijamente, como miran a veces los hombrees, de arriba abajo, aunque luego ella bajase los ojos al suelo.

"Manolo has ligado". Él que decía os vais a tomar por culo todos; y ellos, ya sabes Manolín: ninguna mujer es fea por el sitio por donde mea, etc.

Antes de eso fue Manolo, Manolito el bien hecho, y la apuesta de que esa misma noche les iba a hacer callar la boca a ellos y a esa calientapollas.

Antes de que Reme descubriese que el amor a veces duele, tuvo Manolo que perder su apuesta. Sus amigos le llamaban "Romeo".

El despecho le llevó entonces a fijarse ciertos objetivos.

Llegaron las invitaciones, los regalos ridículos, como aquella pulsera de plástico, que ella no volvería a quitarse, el cachondeo de la parroquia, que era también como un regalo en aquellas tardes de verano.

Antes de eso fue abrir la puerta de la habitación, entrever en la penumbra el cuerpecillo de Reme, cerrar los ojos y recordar a la Milagros, ahora sí, a la orilla de un arroyo, el olor eterno del verano, los grillos del deseo, las hormigas del amor y la tortilla, algo que retorna cada noche a los sueños de Manolo.

Después de aquel episodio muchas tardes Reme pasaba a buscarle. Él cambió de ruta. Los amigos decían que no sabían dónde estaba, pero de vez en cuando él se hacía el encontradizo y los dos sabían sin más para qué era.

Una tarde Reme le llevó a su casa. Allí estaban su madre, que se había hecho la permanente y se había cortado los pelos de la barbilla, y Salchi, que lucía muchísimo con el lacito, la colonia antiparasitaria y la sonrisa Brastburg de las familias bien (alemanas).

Esta visita y cosas parecidas sirvieron a Manolo como salvoconducto para unas cuantas penetraciones ocasionales, terapéuticas, lo cual sin duda no era poco, aunque empezaba a cansarse de los grititos de Reme, y sus piernas de insecto agitándose hacia lo alto, como llamando a Dios. Y es que lo que menos soportaba es que cuando lo estaban haciendo ella dijese Dios mío, porque a él pese a ser ateo, aquello le impresionaba y le inhibía.

Le dijo que si era niña le gustaría que se llamase Milagros, y a ella también le gustó.

Lo que no le gustó fue que al final del verano Manolo desapareciese sin dejar señal, aunque preguntó en la pensión y allí le dieron las señas de un pueblo tan irreal como El Toboso, el nombre de una calle nunca oído, el número 3.126, que no debía darse ni en las interminables avenidas de Buenos Aires.

Por eso sus piernas diminutas la arrojan a la noche, y camina sin rumbo, y su voz inverosímil a veces repite "si es niña, se llamará Milagros".



JUAN M. TOLEDANO CERRATO.
Madrid 2.011.